Había una vez, en una tranquila casita de campo, un niño llamado Ángel y su abuelo, al que llamaba cariñosamente Yayo. Ángel era un niño de ocho años, muy curioso y lleno de energía, y su abuelo Yayo, aunque ya tenía algunos años, siempre estaba dispuesto a hacer aventuras con su nieto. Un día decidieron ir de excursión a recoger higos y uvas, pero, como siempre, las cosas no salieron como esperaban.

Ángel había escuchado que los higos del campo eran los más dulces del mundo, y las uvas, ¡ni te digo de ricas!. Solo pensaba en comerse todo lo que encontrara. Así que, con una cesta en la mano y su sombrero de paja de explorador campestre en la cabeza, y un palo a modo de bastón, se puso en marcha con su abuelo, caminando por el campo verde, bajo un sol radiante, mientras iban contándose historias.

—»Yayo, ¿cuánto falta para llegar?» —preguntó Ángel, corriendo por el camino, mientras su abuelo caminaba más despacito detrás de él.

—»No te preocupes, Ángel, que ya casi llegamos. Pero, si ves algo raro, no te acerques demasiado.»

Ángel, que no sabía lo que significaba «raro», decidió que todo lo que veía era interesante. Y así, de repente, se detuvo frente a un enorme agujero en el suelo.

—»¡Mira, abuelo! Un agujero gigante. ¡Seguro que lleva a un tesoro!» —dijo Ángel, con los ojos brillando de emoción.

El abuelo, que ya había vivido muchas aventuras, miró el agujero con desconfianza.

—»Ángel, eso parece una madriguera de conejos. No creo que haya tesoros allí…».

Pero de pronto, la tierra se desvaneció y el Yayo cayó dentro de aquel agujero. Ángel lo vio y, sin pensarlo, se tiró para cogerlo y comenzó a andar por el curioso boquete. El Yayo, aunque sorprendido, no pudo evitar reírse, se recolocó sus gafas y decidió seguirlo.

¡Y vaya sorpresa!. El agujero no era un agujero común y corriente, sino ¡un túnel secreto subterráneo!. Ángel y su abuelo comenzaron a deslizarse por el túnel, dando vueltas y más vueltas, hasta que, de repente, ¡ZAAAAS!. Se cayeron en un montón de paja. Ambos quedaron tumbados, mirando el techo de la madriguera.

—»¿Esto es… una cueva de conejos?» —preguntó el abuelo, con la voz temblorosa.

—»¡Seguro que sí! ¡Vamos a encontrar conejos gigantes, y seguro que se están dando un banquete de higos!» —respondió Ángel, levantándose y mirando alrededor.

Lo que no sabían es que, en esa madriguera, había una fiesta de conejos. Sí, una fiesta. Los conejos estaban bailando y saltando alrededor de una mesa llena de zanahorias, higos y uvas, ¡y hasta había pastel de zanahoria!.

—»¿Qué hacen esos conejos tan felices?» —preguntó el abuelo, asombrado.

—»¡Claro, abuelo! ¡Ellos también celebran el festival de los higos y las uvas cada verano, como nosotros!» —gritó Ángel, mientras saltaba a la mesa y se llenaba la boca con una zanahoria gigante.

De repente, uno de los conejos, un conejo blanco con gafas de sol, se acercó y le dijo a Ángel:

—»¡Bienvenidos a la fiesta! Pero, para quedarnos, debéis pasar una prueba: ¡la carrera de zanahorias!».

Ángel, emocionado, aceptó inmediatamente el desafío, mientras el abuelo se reía a carcajadas y se quedó animando a su nieto para la carrera.

La carrera era de lo más extraña: los conejos, que tenían patas muy rápidas, tenían que correr con zanahorias en la cabeza, ¡sin dejar que se cayeran!. Ángel, con su cara concentrada, corrió tan rápido como pudo. ¡Pero de repente, tropezó con una raíz y terminó rodando por todo el túnel, con la zanahoria dando vueltas en el aire como una montaña rusa!.

Finalmente, llegó al final de la carrera y, por supuesto, no ganó. ¡Pero eso no le importaba!. Los conejos lo aplaudieron, y Ángel recibió un trozo de pastel de zanahoria como premio.

—»¡Eso fue genial, que risa de carrera!» —dijo Ángel, cubierto de zanahoria por todos lados.

El Yayo no dejaba de reírse, mientras recogía un par de higos que habían caído de la mesa de los conejos.

—»Vaya, Ángel, no sé qué me sorprende más: si los conejos con gafas de sol o tú corriendo por todo el túnel con la zanahoria en la cabeza.»

Después de la fiesta, los conejos les mostraron una salida secreta que los llevó directamente al campo lleno de higos y uvas. Allí, Ángel y su abuelo llenaron sus cestas con lo más delicioso, y se prometieron volver a la madriguera secreta para más aventuras, aunque tal vez sin la accidentada carrera de zanahorias.

Y así, felices y llenos de higos, uvas y manchados de comer pastel de zanahoria, regresaron a la casita de campo, con una historia tan loca que seguro nadie les iba a creer.

Y colorín colorado, así descubrieron que las aventuras más divertidas y sorprendentes llegan cuando menos te lo esperas, y no siempre tienes que seguir el camino planeado para vivir momentos inolvidables. Lo importante es ser valiente, disfrutar del momento, y recordar que lo mejor de la vida está en las pequeñas sorpresas y en las risas compartidas con los que quieres. ¡Nunca dejes de explorar y divertirte, porque las mejores historias empiezan con una gran curiosidad, eso sí, cuidado por dónde pisas en el campo, no vayas a caer en una de las madrigueras!.

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